Cuando yo estuve en Anatolia, allá por
el año 2009, descubrí, qué es lo peor que se le puede
hacer a un “moderno” (pero no a uno de pacotilla: a uno de verdad): algo peor
que obligarle a escuchar la discografía completa de Vetusta Morla en modo repeat, incluso la
de Russian Red; algo peor aún que regalarle una bicicleta del Decathlon,
privándole así de esa orgásmica satisfacción que debe suponer para cualquier
moderno que se precie: el comprar una bici cochambrosa y destartalada, para
tunearla y convertirla, en una bici “retro”, cómo la del resto de sus amigos
modernos; peor, que buscarle una novia sin flequillo raso, o que no utilice pintalabios
rojo putón (Chanel en el caso). Peor aún.
Lo peor que le puedes hacer a un moderno es
obligarle a ponerse la ropa de un no moderno, ¡¡eso sí que es todo un drama!!!
Y más, cuando la prenda en cuestión, es una sudadera!!! Con capucha!! Heavy
metal!!! y con estampado de Calaveras!!!! (Maaaadre mía!!)
Pues bien, eso es más o menos lo que le
pasó a mi ex, cuando durante el que sería nuestro último viaje cómo pareja,
algún ineficiente empleado de Iberia perdió nuestra maleta (y por lo tanto,
todos nuestros enseres) en el trayecto que va desde Madrid hasta la ciudad
turca de Nevsehir: Las opciones (cualquiera de las dos, bastante chungas): o
contemplar el maravillosísimo amanecer de la Capadoccia, jodido de frío, pero
con su polo de Fred Perry (¡Qué pensabais!… os dije que era un moderno de los
de verdad); o pedir a algún español que andaba por allí, la, ya famosa
sudadera de calaveras.
La decisión… pues eso: confiar en mí para
el resto de su vida, y en el hecho de que jamás le odiaría tanto cómo para
permitir que esas fotos, con semejante profanación de su identidad cool, vean
la luz. Y prometo, que nunca lo harán!! J
A parte de este gran descubrimiento, la
pérdida de la maleta en cuestión me enseñó muchas otras cosas: me mostró lo
distinto que puede ser una cultura occidental, demócrata y laica (a veces….)
cómo la nuestra, y esa otra parte del mundo: el regido por las leyes de Corán. Un
mundo, que, es el nuestro, pero que, de verdad: es otro mundo.
Uno en el que, ya no te digo, intentar
comprar una simple pasta de dientes o unas bragas para cambiarme (algo que me
costó, unos cinco días más o menos), sino, simplemente caminar por las calles,
cómo muchachita que soy, sin que las miradas rancias y libidinosas de los
reprimidos hombres que allí se encuentran jugando a las cartas, mientras sus
mujeres tapadas hasta la frente están en casa lavándoles la ropa, se te claven en la nuca, con una mezcla de deseo sexual, y a la vez, de reproche
por ser una “mujer libre”.
En fin, es difícil olvidar todo lo que
sentí cuando estuve allí. Pero, si en algún momento me falla la memoria, la película
de Ceylan, me lo ha recordado en cada plano.
Y es que “Érase una vez en Anatolia”,
de lo que trata sobre todo, es de sentimientos, y estos da igual cuán diferentes sean las culturas, porque son universales: El sentimiento de culpa
del procurador, cuya mujer se ha suicidado por descubrir que le estaba siendo
infiel; el sentimiento de culpa también del asesino del padre en la práctica, de su propio hijo; la soledad del médico: su deseo por hacer las cosas bien,
por hacer que cambien; o la frustración del policía, cada vez más escéptico
ante el horror que ve a diario en su trabajo, pero sin fuerza o ganas de
cambiar nada, cómo le declara al propio médico; son todos sentimientos que se ven casi a diario en este lado del mundo.
Sentimientos, expresados con tanta delicadeza y honestidad, que son compartido por el espectador.
La primera hora de búsqueda del cadáver,
la policía, no está sola; en ella también estoy yo, reflexionando en cada
parada, en cada plano, en cada secuencia, en cada lugar desolador, y observando lo alejados y a la vez lo unidos que podemos estar personas de culturas tan distintas.
”Érase una vez en Anatolia”, no es
película fácil, ¡Qué va! Es más… diría que por momentos es tediosa, y
farragosa: por momentos no se entiende nada, no se comprende nada, pero para mí, el cine (y
aunque esto suene muy cursi): no tiene mucho que ver con la razón: es sentimientos, sensaciones: y yo pagaría porque cualquiera de las películas que veré en los
próximos meses, me regalasen al menos, uno de los bellos momentos que me ha
regalado esta gran película: que se ve, y se toca, y se huele, y se siente.
Estambul, es una ciudad preciosa, pero
ya es otro rollo; ya es Europa, y por si no lo tenía claro a esas alturas del
viaje: llegó mi maleta para recordármelo. ¿Acaso es que ésta se sentía rara tan
fuera de su entorno, en Anatolia, cómo lo hice yo, y prefería
seguir viviendo su occidentalizada existencia? Puede ser, y la verdad: lo
siento por ella, porque lo que vi allí, y lo que he visto en esta película es
único e irrepetible.
Así que, Jules, muchas
gracias por la recomendación: seguiremos comprando en el Decathlon (entre otras cosas, porque esos polares nos quedan la mar de bien ;-)) y quizá un
día de estos te ponga en el coche, una canción de Russian Red; no es nada
comparado con ver amanecer la Capadoccia, pero oye, ¡tampoco está tan mal! J
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