Yo soy muy de mimetizarme: con las personas,
con los lugares, y sobre todo, con las ciudades a las que viajo. Me explico. Si
me voy a marchar a Estambul, ahí que me veo todas las películas de Fatih Akin,
intentando encontrar en sus paisajes, algo que me vaya a resultar
reconocible, para que en un momento dado pueda decir orgullosa: “Anda, esto me suena!” y de paso llevarme en
la maleta una navaja… que el panorama por allí, según lo pinta Akin, es más
bien jodido; Qué me piro a Escocia: pues, ahí que va, por enésima vez la
lectura de las novelas de Irvine Welsh, y por enésima vez también, Trainspotting:
¡Qué película, y qué guapísimo Ewan haciendo de Renton! ¿¡Pero, cómo no voy a
enamorarme de él!?
“Holy Motors”, Leox Carrax, o “Esto es cine ¿Quién se apunta?”
Es completamente flipante la
cantidad de dudas varias, preguntas más o menos chorras, y otras, al parecer,
absolutamente imprescindibles, que puede generar un simple cochecito de bebé,
pero flipante. No había sido consciente de ello, hasta que hace un par de
semanas, me encuentro sin comerlo ni beberlo, en la tienda de bebé más gigante
que hayan visto mis ojos; para que os hagáis una idea: hay que coger número
para que te atiendan (Pero, ¿qué es eso, ¿una frutería? En serio….)
“Django Unchained”, Tarantino, o “Este chiste no me hace gracia”
Entre algunas otras cosas, hay al
menos dos, que me desconciertan y me irritan sobremanera: La primera, que
alguien que no conozco (ni tengo ningún interés por conocer) se dirija a mí cómo
“cariño”, “amor”, “cielo”, o cualquier otro apelativo ñoño y absurdo, y a todas
luces, fuera de lugar; y la segunda: que me cuenten un chiste que no pillo; o
peor aún: que me cuenten un chiste, que de tantas veces cómo lo oí, ya no me
hace ni puñetera gracia; Pues el pasado viernes: ¡tuve un dos por uno!
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