Hoy, me veo en la obligación de
hacer una confesión, que hasta la fecha, había permanecido oculta junto al
resto de algunos de mis secretos inconfesables: Yo NO he visto el último
capítulo de Los Soprano. Nunca.
O sea, sé cómo acaba la serie, lo sabía incluso antes de verla: cuando el punto y final de la vida de Tony Soprano me
pilló en plena facultad, y mis compañeros, fanáticos de la serie de la HBO, se
tiraron cosa de dos semanas, reconstruyendo plano a plano la secuencia final,
el momento último de la existencia de Tony (todo apunta que así es), debatiendo
agriamente y durante horas, sobre si éste era o no era, el final adecuado para
este mito de la televisión. Y yo claro, que sólo hago cómo si no me entero… me
enteré claro (cosas de los espoileradores, ya ven…)
Pero lo cierto, es que yo no he
visto ése último capítulo. El de la polémica. Las razones, son las mismas
supersticiones absurdas que yo misma creo y fidelizo, algo cómo la idea de que
acabada la serie, acabado todo (sí... súper racional...). Pero
la verdad es que, supongo que tras verla (casi) completa, eso, ya es lo de menos.
Me regalaron la serie modo pack por mi 27 cumpleaños, y fue empezar a verla, y ya no pude parar.
En cosa de tres meses me había ventilado sus seis temporadas y media, sin
pestañear. Y sobre todo, sin apenas darme cuenta, de que lo que estaba pasando
ante mis ojos, era ficción; que en realidad, Los Soprano, sólo era una serie de
televisión; que esta familia de mafiosos de Nueva York, sólo era fruto de la
imaginación de unos tipos, que sin duda escriben muy bien, y de unos actores,
que parecieran haber nacido para ser la doctora Melfi, o Carmela, o Christopher
Moltisanti, o Paulie…; Y que Tony Soprano, en realidad, no era una persona de
carne y hueso; que no era un mafioso con problemas de ansiedad que acudía al
psiquiatra casi al mismo tiempo que aniquilaba a todo aquel que hacía algo que
no le parecía bien; que no era el padre de una de las cinco familias de
mafiosos de Nueva York; que no era un ser, tan despreciable cómo adorable; ni un
marido, tan mal marido, cómo mal padre, cómo mal hermano, cómo mal tío, cómo
todo lo contrario; Que en verdad: era sólo un actor; Sólo era James Gandolfini.
Sólo eso.
Anoche, a eso de las cinco de la
madrugada, me enteré vía Facebook, ese potenciador del patetismo y las vergüenzas
propias y ajenas, tanto, cómo informador de las malas
noticias… (también así me enteré de la muerte de Amy Winehouse, de la de Elías
Querejeta, y supongo que de la de algunos otros que no recuerdo), de que
Gandolfini moría de un ataque al corazón. Y la verdad, es que me dio pena, sí. Cómo si se fuera alguien a quién conociese mucho, alguien a quien de algún modo le tenía cariño... Raro.
Y en mi cabeza sólo podía pensar un
cosa: que no podía haber elegido mejor sitio para decir adiós que la ciudad en Roma, en Italia: cuna y origen de la Mafia, exportada a Nueva
York: tal cómo haría Vito Corleone, y cómo seguirían tanto Michael Corleone,
cómo el propio Tony Soprano. Podría haber sido Sicilia, pero ya sería mucho
pedir…
Bueno, eso, y que en verdad
Gandolfini, era muy joven (más de lo que imaginaba), y que su adiós, quizás,
nos priva de alguna otra interpretación memorable. Quien sabe…
Lo que seguro ya queda, es Tony Soprano.
El tipo socarrón y gracioso, que era en verdad, un auténtico hijo de puta. Un hijo de puta capaz de matar a sangre fía a su amigo Big Pussy en el camarote de un barco, sin sentir un mínimo remordimiento. O que encargaba asesinar a la hermosa Adriana la Cerva, haciendo que me revolviera toda en el sofá. O que, cuál Michael Corleone acabando con Fredo, se saltaba lo único sagrado para un mafioso: el código de la familia, ahorcando a su propio sobrino, casi al final de la serie.
El hijo de puta, al que sin embargo, era imposible odiar.
El tipo socarrón y gracioso, que era en verdad, un auténtico hijo de puta. Un hijo de puta capaz de matar a sangre fía a su amigo Big Pussy en el camarote de un barco, sin sentir un mínimo remordimiento. O que encargaba asesinar a la hermosa Adriana la Cerva, haciendo que me revolviera toda en el sofá. O que, cuál Michael Corleone acabando con Fredo, se saltaba lo único sagrado para un mafioso: el código de la familia, ahorcando a su propio sobrino, casi al final de la serie.
El hijo de puta, al que sin embargo, era imposible odiar.
No me preguntes por qué… Supongo, que eso ya es
cosa de James Gandolfini. Así que, ya sólo puedo decir: Muchas gracias por Tony
Soprano. De verdad.
FUNDE A NEGRO
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