“Carlos” (TV), Olivier Assayas, o “El idealismo revolucionario, juas, juas”


Una vez escuché en una película (“El viaje de Arian”, Eduard Bosch) una frase que le decía el padre a la protagonista, simpatizante de la lucha armada de ETA, que se me quedó clavada: Yo siempre he estado dispuesto a morir por mi patria, pero nunca a matar por ella”.
Lo cierto es que no recuerdo mucho más de esa película, pero cada vez que he escuchado noticias, bien de la organización terrorista vasca, bien de cualquier otra organización de similares características he vuelto en mi cabeza sobre esa frase una y otra vez. La verdad es que creo que soy demasiado pusilánime y poco comprometida como para morir por ninguna causa o ideal; lo que no quiere decir que no admire y respete a quiénes sí son capaces de hacerlo; no puedo decir lo mismo de quienes deciden, por esas mismas ideas, acabar con la vida de los demás, sembrar el miedo y el terror, y decidir de modo fundamentalista y unilateral cuál es el camino a tomar por el resto (porque sí, lo siento: para mí imponer tus ideas a los demás a través de las armas, creerte que tu libertad es más importante que la de los otros, haciendo uso de tu propia justicia, es eso). 

Es obvio por lo tanto que estoy completamente en contra de todo tipo de violencia, física o verbal de cualquier tipo: también por supuesto, y casi siempre mucho más, de la que se decide en los despachos de Moncloa o de la Casa Blanca (consulte lo que quiera sobre Siria, señor Obama: todos lamentablemente sabemos –o imaginamos- cuál va a ser el resultado final, y que en EEUU, la gasolina va a seguir estando tirada de precio…)
Soy consciente de que puede ser una idea poco compartida, y también soy consciente de que puede tener que ver con esta parte del mundo en la que vivo o con mi condición de pequeño burguesa que me hizo no tener que luchar nunca por (casi) nada, pero no admito la violencia: me da igual cuáles sean los ideales que defienda, me da igual que estos busquen liberar de la opresión a los pueblos y a las sociedades pobres y tercermundistas, me da igual que el objetivo final sea aliviar del yugo israelita-occidental a Palestina: el fin NO justifica los medios, no comparto ese modo de actuar… ni lo hago, ni lo voy a hacer, espero.

La reflexión, no es nueva en mí, sin embargo ha venido revitalizada tras ver este de SÚPER recomendable biopic realizado por Assayas, sobre el histórico terrorista venezolano Illich Edgard Ramírez aka Carlos “El Chacal”.


Sobre el personaje que retrata Assayas, y del que he de reconocer no sabía demasiado hasta ver esta miniserie (la miniserie, ¿eh?, no el corte para cine de 165 minutos), se trata de un niño de familia bien, hijo de un militante del partido comunista Venezolano, que en la década de los 70 entra a formar parte del Frente Popular para la liberación de Palestina (FPLP), en cuyo nombre organiza y comanda numerosos actos terroristas, entre los que se enmarcan el asesinato a dos policías franceses y un supuesto traidor libanés en un apartamento de Paris en 1975 (relatado entre canciones revolucionarias, acordes de guitarra y vasos de whisky, en el primer episodio de la serie), y el secuestro de los 42 delegados de la Organización de los Países Exportadores de Petróleo (OPEP) en su sede en Viena, en este mismo año (contado también con increíble tensión y belleza cinematográfica en el segundo episodio).

No obstante, más allá de relatar cómo Carlos se convierte de la noche a la mañana en todo un ídolo de la lucha antiimperialista, al que, cómo vemos en la película, le piden que firme fotos, al que incluso uno de los ministros secuestrados le pide en el avión que podría llevarle a la muerte, que le firme un autógrafo; y a parte de mostrar las complejas e intrincadas relaciones entre los países de Extremo Oriente, sus acuerdos comerciales y los de estos con el Occidente; la película de Assayas muestra a un Carlos, muy alejado de ese icono revolucionario, ese hombre filántropo, idealista e insobornable capaz de poner en riesgo su vida por la causa en la que cree; todo lo contrario.

“Carlos”, retrata sin embargo a un joven caprichoso, soberbio hasta el punto de tener los huevos de decirle al ministro del petróleo de Arabia Saudí, al Jeque Yamani, minutos después de haberle dicho que le va a matar, y mientras casi le apunta con un arma: que “A diferencia de usted, yo soy un demócrata”, y lo peor, creérselo.
También a un machista inaguantable que anula, maltrata y utiliza sistemáticamente a las mujeres cómo herramienta para conseguir sus fines (esta parte de su personalidad me molesta especialmente). 


Y a un hombre engreído, obsesionado consigo mismo, incluso con su aspecto físico, que casi al final de la película se somete a una operación de cirugía estética para eliminar los excesos de su cuerpo orondo.
Y lo peor en estos casos: a un mercenario capaz de venderse al mejor postor, que en verdad, lo que defiende no es ninguna causa más allá de la suya propia, cómo bien le dice el líder del brazo armado de la FPLP, Wadi Haddad poco antes de apartarle de dicha organización.

Y toda esto contado con sobriedad, con una escenografía y una recreación de la Europa de los años setenta y ochenta realmente cuidada y elegante. Y con un actor (desconocido para mí) y que curiosamente comparte el apellido del personaje al que encarna (véase Edgar Ramírez), que no puede ser más sincero, y verosímil en la creación de la compleja personalidad de este hombre que por momentos se deja ver cómo alguien noble y cariñoso, pero que casi siempre se antoja cómo un asesino déspota y vanidoso.

No me extraña que Carlos, el de verdad, el que cumple una doble cadena perpetua en Francia por los asesinatos, se haya mostrado totalmente en contra de este retrato que le hace Assayas y que tan mal parado le deja: pero, así es el cine: demócrata y libre, al menos a veces, este sí que sí…

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